Esa tradición humana llamada Navidad

relato-navidad-erinddi

Roma, Italia

Dos erinddis recorrían las calles atestadas de humanos en los días previos a Navidad. Toda aquella gente iba cargada de bolsas de papel en las que se adivinaban paquetes envueltos, o cargaba cajas tan grandes que les hacían tambalearse. Además, que todos fueran forrados de arriba abajo en prendas de lana no les facilitaba mucho la misión que la Onniva les había encomendado: detectar presencia sonttana en la zona.
«Aunque, a decir verdad, tampoco hemos avanzado mucho en los meses más cálidos», pensó uno de ellos, sintiéndose culpable.
Cuando habían formado las parejas y grupos de Enviados para ir a buscar a la niña desaparecida, Dionh se había alegrado de que su compañero fuera Unni. Los dos habían coincidido en la escuela años atrás, y se habían acercado más durante su formación, así que aquella unión le había parecido la mejor posible.
Lo que no había esperado, sin embargo, era que el plano humano fuera tan atrayente. No había sospechado que le costaría tanto centrarse en su misión estando ahí fuera con su amigo.
Claro que todos habían salido muy seguros de sí mismos en un principio, y los días que habían pasado en el poblado de los Guardianes del portal antes de marcharse habían sido estupendos. Aquel había sido su primer contacto con el mundo humano y la existencia de ese asentamiento les había permitido aprender de otros erinddis que sabían camuflarse perfectamente entre las gentes de ese plano. Dionh había insistido en que Unni y él fueran los últimos en marcharse para aprender todo lo posible de los Guardianes, pero la realidad era que había querido aprovechar todo el tiempo que tuviera con Geena, una de las Guardianas.
«Aún sigo sin creerme que me diera su número de teléfono antes de marcharnos. ¡Al principio me pareció casi tan seria como Ehro!», recordó, divertido. «Hace mucho que no la escribo…».
—Eh, ¿qué te parece?
Dionh salió de su ensimismamiento y miró a Unni, que parecía esperar una respuesta.
—Perdona, me he distraído. ¿Qué decías?
—Que deberíamos hacernos unos pendientes. —Señaló el cartel de una tienda de piercings en la que se ofertaba un segundo pendiente gratis con motivo de las fiestas—. Yo me lo voy a hacer, ¿te apuntas?
Entonces Dionh recordó por qué no había escrito a Geena desde hacía meses.
Y aquella razón, por mucho que le avergonzara reconocerlo, estaba mirándole emocionado justo delante.
No solo se había desviado de su camino por el atractivo del plano humano: Unni también había sido la razón de que hubieran pasado esos primeros meses haciendo más turismo que investigando. O pasando las noches en vela por ir de fiesta en lugar de estar buscando pistas.
El Enviado no podía evitar sentirse culpable cuando pensaba en aquello, pero, ¡era tan fácil olvidarse de todo cuando estaba con él! Por eso se avergonzaba de sí mismo, porque ahora entendía a todas las jóvenes erinddis que se dejaban seducir por aquellos ojos grises y brillantes, o aquella sonrisa que tiraba más del lado derecho que del izquierdo, o ese pelo color carbón lleno de rizos que…
—Dionh, ¿estás bien?
El aludido se maldijo por lo bajo y dio un paso hacia la puerta del establecimiento.
—Sí, claro. Venga, vamos a hacernos un pendiente.

Unas horas después, con la oreja agujereada y ardiente, Dionh continuaba su recorrido por las zonas más transitadas de la ciudad, en solitario.
Unni y él se habían hecho un pendiente en el lóbulo de la oreja, un simple pinchazo que apenas había notado pero que había hecho saltar en el sitio a algunos humanos sometiéndose a lo mismo en la sala. Su compañero, emocionado, había comprado dos aros plateados para que los llevaran cuando la herida se curara, y se los había tendido.
—Toma, tu regalo de Navidad humana —había bromeado—. ¡Espero que tengas uno para mí!
Él se había quedado sorprendido, sin saber qué responder, y entonces la dependienta, confundiéndoles por dos jóvenes humanos más, había sacado unos folletos para invitarles a una fiesta aquella noche. Les había dicho que aquellas eran sus últimas oportunidades de portarse mal antes de que la Befana empezara a buscar niños buenos para hacerles regalos unas semanas después.
Unni no había tardado en seguirle el juego, desplegando todos sus encantos en el proceso y bebiendo de la cultura humana con avidez. Dionh, que no sentía la misma atracción por lo humano, se había marchado, recordándole que deberían reunirse en el piso que compartían unas horas después.
Y ahora caminaba por las calles, buscando unos ojos diferentes, como los suyos, en las rendijas que quedaban al descubierto entre el gorro y la bufanda de los viandantes. Se giraba a la caza de mechones de pelo de color azul o verde. Trataba de fijarse en si alguien se le quedaba mirando por algo que no fuera su altura.
«Estoy empezando a aburrirme», pensó, al cabo de media hora de búsqueda infructuosa. ¿Cómo iba a encontrar a un sonttano entre tanta gente? Si él mismo ocultaba sus ojos bajo las gafas de sol, ¿quién le decía que los otros no fueran a hacer lo mismo?
Cuando estaba a punto de rendirse y volver al piso que compartía con Unni, vio algo que le llamó la atención. Se acercó a la cristalera que separaba la tienda de la calle y observó los jerseys que se exponían. Eran terriblemente feos y estridentes.
De color rojo o verde, con decoraciones en blanco que mostraban animales con bufandas o ese señor gordo que salía en los anuncios e iba en trineo… Hacía semanas que echaban películas con gente así vestida en la televisión y Dionh no comprendía por qué todo el mundo parecía estar de acuerdo en ponerse esos ropajes. Aunque, en cierto sentido, le parecían divertidos.
Resopló, dispuesto a marcharse, cuando un cartel que colgaba al lado de los maniquíes llamó su atención. Mostraba a una pareja bebiendo algo de unas tazas mientras llevaban puestos esos jerseys. Debajo de la imagen se leía: «¿Por qué decir “te quiero” cuando puedes mostrarlo?».
—¿Así se declara la gente aquí? —murmuró.
Volvió a mirar el cartel. Parecían felices.
Antes de pararse mucho a pensar, entró por las puertas de cristal. Allí dentro hacía mucho calor y la gente se quitaría los gorros. Todo aquello era una buena oportunidad para seguir investigando, se dijo. No es que quisiera entrar solo por…
Sacudió la cabeza.
Recorrió la tienda con rapidez hasta que llegó a la colección de jerseys. De cerca no eran tan feos, y parecían calentitos. Estudió las diferentes opciones, pasando por pájaros blancos y negros con gafas de sol hasta seres pequeños vestidos de verde y con sombreros puntiagudos.
Ninguno le llamó la atención lo suficiente como para mirarlo dos veces. Al menos, hasta que dio con un diseño que trajo la voz de Geena a su mente. «Mira que eres payaso, Dionh».
La joven había tenido que explicarle qué era un payaso después de la pulla, y a él le había parecido más un cumplido que otra cosa. «Así que te hago reír», le había respondido, y ella roja como un tomate, se había marchado.
Con una sonrisa, Dionh cogió el jersey y fue al probador.
—Oye, pues no está tan mal…
Viéndose con él puesto y sintiendo la calidez que había prometido la imagen del exterior, soltó una carcajada. Sacó el móvil del bolsillo y se hizo una foto en el espejo. Buscó el número de Geena entre los contactos y escribió un mensaje: «¿Este jersey es lo bastante payaso para mí?». Adjuntó la foto y lo envió. No sabía si había usado bien la palabra, pero seguro que ella lo entendería.
Volvió a mirarse. El jersey, de color verde oscuro, mostraba al hombre gordo de los anuncios con su larga barba surcada de luces de colores… y una nariz roja asomando sobre ella. Geena le había dicho que los payasos llevaban narices como aquella, así que, si se iba a comprar uno… ¿Qué mejor jersey que ese?
Salió del probador y buscó otro que le gustara. Acabó dando con uno de color azul que mostraba a un animal parecido a los ciervos pelirrojos de las montañas de Eranddum. Tenía las mismas luces que aparecían en su camiseta, pero estaban enredadas en sus cuernos. «Esto le recordará a casa», pensó, y se dirigió a la línea de cajas.

Aquella noche, Dionh esperaba en el sofá, con un trozo de panettone a medio comer en un plato y una película mala en la televisión. Aquellas películas eran muy útiles para practicar el idioma, pero perdía la cuenta del número de veces que ponía los ojos en blanco ante los problemas que los humanos tenían en ellas.
El sonido de la cerradura anticipó la entrada de su compañero.
Unni llevaba un gorro cubriendo sus rizos, que se escaparon como un resorte cuando se lo quitó. El Enviado llevaba semanas diciendo que se lo quería cortar, pero nunca parecía encontrar el momento. Él, por su parte, disfrutaba mucho de su melena blanca.
—¿Estás listo? —preguntó. Dionh le miró, sin comprender—. ¡La fiesta! Esta mañana nos han invitado a una, ¿te acuerdas?
—Mierda, me había olvidado. Voy a vestirme y nos vamos.
—Si no fuera por mí… —Unni se dejó caer en el sofá y se terminó su trozo de panettone—. ¿Cómo ha ido el día?
—Bien —respondió Dionh desde su cuarto, mientras se cambiaba—. He estado buscando por las calles, pero no he visto a nadie.
—Qué sorpresa…
—Ya… —En ese momento, vio el paquete que había dejado sobre la cama.
Se quitó la camisa que se había puesto y se pasó su jersey por la cabeza. Abrió el armario para mirarse en el espejo que había en la puerta y sonrió al verse así vestido.
Cogió el paquete y fue al salón.
—¿Ya estás listo? Venga, vámonos que… —Unni se detuvo nada más levantarse—. ¿Qué te has puesto?
Soltó una carcajada y Dionh le alargó el paquete antes de arrepentirse.
Su compañero lo puso sobre la mesa y lo abrió, dejando al descubierto al animal parecido a los ciervos pelirrojos. Se quedó mirándolo un momento y desvió la vista hacia su jersey.
—Tu regalo de Navidad humana —dijo Dionh, esperando que lo decía el cartel de la tienda fuera cierto.
Unni se rio de nuevo.
—¡Son los jerseys más feos que he visto en mi vida! Estos humanos, qué cosas tienen…
Cogió la prenda y se la puso sobre la camisa. Se arregló las mangas y alborotó los rizos con una sonrisa.
—Seguro que con esta ropa triunfamos en la fiesta de esta noche —sonrió—. En las películas siempre los llevan y acaban con la chica guapa —razonó. Dio un paso adelante y abrazó a Dionh, dándole una palmada en la espalda—. Gracias, amigo.
El joven esbozó una sonrisa avergonzada y retrocedió un paso.
—De nada. Pero estoy pensando… Quizá sería mejor que no fuéramos a la fiesta. —Levantó las manos ante la mirada de su amigo—. Llevamos mucho tiempo eludiendo nuestras responsabilidades: vinimos aquí con una misión… Y solo hemos salido de fiesta con los humanos.
Unni resopló y dio otro paso atrás.
—Es que… Este mundo es increíble —se excusó—. Tan diferente del nuestro, con tanta gente… ¿Cómo vamos a encontrar a la niña aquí?
—Buscándola. —Dionh se encogió de hombros—. ¿O es que vamos a hacer lo que hicieron algunos de los primeros Enviados y desaparecer?
—¡Claro que no! Pero, venga… ¿Es que va a acabarse el mundo si esperamos hasta que terminen las vacaciones?
—Los humanos tienen vacaciones, Unni, nosotros no.
—Ya sabes lo que quiero decir —sonrió—. Vamos, si estás deseando salir. ¡Nos lo pasamos muy bien! Cuando terminen las Navidades humanas nos pondremos a ello, te lo prometo.
Dionh sacudió la cabeza. Ya llevaba varias semanas sintiéndose culpable por no estar haciendo lo que la Onniva les había encargado. Se lo había pasado bien saliendo con su amigo, claro, pero ahora… Solo de pensar en pasar otra noche bailando y bebiendo con humanos que no conocía y viendo cómo Unni se camelaba a alguna de ellos…
—Yo me voy a quedar —decidió—. Ya has oído lo que ha dicho esa chica, hay que ser bueno para que la Befana te traiga regalos.
Su amigo expulsó el aire sonoramente antes de volver a reírse.
—Tú mismo. —Pasó el dedo por el plato donde había estado el bollo y se lo llevó a los labios—. Nos vemos por la mañana… y empezamos a investigar juntos, si quieres.
Dionh asintió, tratando de sonreír, y Unni le guiñó un ojo.
—¡Hasta mañana, larguirucho!
Se quedó mirando la puerta. No le gustaba ese pinchazo que estaba sintiendo en el pecho. Él siempre había sido un erinddi animado, alguien con quien pasártelo bien. Y ahora… Por Ohr, ahora se sentía tan perdido que pagaría porque su familia tuviera uno de aquellos teléfonos humanos para poder hablar con ellos desde allí.
Intentando quitarse todo aquello de la cabeza, rebuscó entre las mochilas que habían traído. «Aquí están». Los documentos que la Onniva había preparado para ellos.
Cogió los papeles y se sentó en el sofá. En ese momento, sintió una vibración en el bolsillo del pantalón.
«¡Me encanta! Refleja perfectamente tu personalidad, graciosillo». Era Geena.
Dionh sonrió, sintiendo cómo se le empañaban los ojos. ¿Por qué le estaba pasando aquello?
«Lo tengo puesto ahora mismo», tecleó. «Creo que me queda mucho mejor que al maniquí al que se lo quité».
«Pobre maniquí, desnudo en pleno invierno».
«Él se lo buscó. ¡Me miraba raro!».
A medida que los mensajes se fueron sucediendo, el nudo de su pecho se fue aflojando. Por primera vez en varias semanas, Dionh se sentía como en casa.

 

Madrid, España

Ehro se esforzaba por no golpetear el suelo del metro con los pies. No debería estar en aquella ciudad. No debería haberse dejado convencer.
Hacía varios meses que se había instalado en el norte de España con una familia erinddi. Había decidido buscar a más de los suyos nada más llegar a la zona y ponerse en contacto con ellos para poder aprender más sobre aquel extraño mundo en el que se encontraba y ser más eficiente en su misión. La familia, dos adultos y dos niños que ocultaban su color de ojos con lentillas y su pelo con tintes (excepto el padre, que se había afeitado la cabeza directamente), estaban perfectamente integrados entre los humanos.
En aquel tiempo le habían enseñado de todo: cómo pronunciar algunas de las palabras más difíciles, el valor de las distintas monedas y billetes que tenían, cómo mezclarse entre los humanos sin llamar la atención… Lo primero que habían hecho había sido regalarle unas gafas de sol, recomendándole que las utilizara. Ehro había descubierto por qué unos días después, cuando un grupo de adolescentes se quedó mirando sus ojos violetas mientras esperaba el autobús. Así que ahora ya no se separaba de ellas.
Todo le iba perfectamente bien en aquella zona del país y estaba peinando cada palmo minuciosamente. Por eso se había negado rotundamente cuando los niños de la familia le habían pedido «cogerse vacaciones por Navidad».
—Los Enviados no debemos descansar… Y no sé qué es eso de «Navidad» —había respondido, tratando de ser amable con los pequeños.
—Es una tradición humana —había explicado Mëria, la madre de los pequeños—. No tenemos muy claro su origen, pero no parece que a nadie le preocupe, en realidad.
—Las Navidades son unas semanas en las que todos los humanos compran regalos, se reúnen con sus seres queridos y comen más de lo que pueden aguantar —había añadido Brunnoh, el padre, con una sonora carcajada.
Ehro se había quedado en silencio un momento.
—¿Por qué?
Los otros erinddis se habían limitado a encogerse de hombros, pero su rechazo a celebrar aquella tradición humana no había hecho que los niños dejaran de insistirle.
—¡Venga, por favor!
—¡Solo una semana!
—¡O tres días!
—¡Sí! ¡Puedes descansar en Nochebuena, en Navidad y el día de después, para hacer la digestión!
Ehro había tenido que reunir toda su fuerza de voluntad para no utilizar alguna de las miradas o expresiones que su propia madre habría empleado en aquella situación. Allí era un invitado, al fin y al cabo, y aunque en su propia ciudad su madre fuera la Onniva, en el plano humano él era un erinddi más.
Aquella insistencia por parte de los niños había provocado que unos días después, Mëria y Brunnoh fueran a hablar con él.
—Sabemos que estás muy ocupado con tu investigación, y, en nombre de todos los helianos, te lo agradecemos —había dicho él—, pero creemos que deberías descansar.
—Llevas varios meses aquí y en total… ¿Cuántos días has parado?
Ehro había mirado al techo un momento, intentando echar cuentas.
—Creo que… ninguno.
—Pues deberías hacerlo —le reprendió la erinddi—. Descansa tres días, como te propusieron los niños, y luego vuelve al trabajo. No te hará ningún mal.
—Además, vamos a ir a la capital —añadió Brunnoh—. Allí siempre hay mucha más gente en esta época del año y, ¿quién sabe? Quizá la niña a la que buscas esté allí.
El Enviado les había pedido unos días para pensarlo y solo una semana después, cuando se había quedado dormido por segundo día consecutivo tras apagar la alarma del despertador, había accedido.
«Puede que no me venga mal un descanso…».

Y ahí estaba ahora, sentado en aquel aparato de plástico y metal, rodeado de gente que llevaba sombreros excesivamente grandes y brillantes, y forzándose por no evaluar a todas y cada una de las personas que le rodeaban.
Tras tantos meses completamente inmerso en su investigación había olvidado cómo era descansar. ¿Qué solía hacer en Dannhila cuando tenía días libres? ¿No había sido su vida siempre así? Ir de un lado a otro, preguntar a posibles testigos, seguir rastros de actividad erinddi… Y caminar, caminar y caminar.
Menos mal que se había sacado el carnet de conducir en aquellos meses.
Tras varias paradas, la megafonía de aquella caja infernal anunció que llegaban a «Sol». Sus acompañantes se levantaron como un resorte y Ehro les imitó, sin saber muy bien qué esperar del sitio al que le conducían.
Tras recorrer varios pasillos iluminados por luces artificiales y llenos de gente que caminaba de un lado a otro sin apenas rozarse pero sin aminorar su velocidad, salieron a la calle. La idea de la familia erinddi había sido ir a ver las luces de Navidad que se exponían en esa zona de la ciudad y pasar un día juntos por allí, antes de volver y cenar en el hotel donde iban a hospedarse.
Ehro, que había visto luces de Navidad en algunos balcones antes, no esperaba lo que se encontró. Aquella plaza estaba decorada por un enorme árbol formado por miles de lucecitas brillantes y coloridas. La gente se arremolinaba a su alrededor, dispuesta a hacerse fotografías delante de él, y luciendo gorros rojos y blancos, como si fuera un uniforme para aquellas fiestas. Los balcones que rodeaban la plaza también estaban adornados con luces doradas y de algunos de ellos colgaban guirnaldas que parecían hojas de pino de color verde oscuro. Siendo su energía la de las plantas en crecimiento, sabía que aquella decoración también era artificial, pero no pudo evitar sentirse sobrecogido durante un momento.
—¿A que es bonito? —preguntó uno de los niños a su lado.
Ehro asintió, antes de bajar la vista para mirar a los hermanos.
—Debo reconocer que teníais razón: ha valido la pena venir hasta aquí aunque pueda perder algunos días de mi investigación.
La familia erinddi, feliz de haber ayudado a que su invitado se despejara un poco tras varios meses sin pausa, echaron a andar para cumplir con su plan anual, según sus propias palabras.
Brunnoh y Mëria le contaron que, al no tener más familia en el plano humano y no ser aquellas unas celebraciones especiales para los erinddis, ellos aprovechaban para hacer turismo. El día que los niños terminaban sus estudios en el colegio humano, los cuatro hacían las maletas y pasaban la Nochebuena y la Navidad en alguna ciudad de España. Decían que querían aprovechar para recorrer todo lo posible de aquel plano antes de que sus sentidos erinddis sintieran la necesidad de volver a casa.
—Sabemos que muchos pasan toda su vida aquí —le explicó Brunnoh, mientras esperaban en fila para entrar a ver la exposición de algo llamado «belén»—. Pero mi energía depende del polen de una flor que solo crece en Eranddum. Has visto que tenemos varias plantadas en la terraza, para que los insectos y los pájaros muevan el polen —añadió—, pero cuando las flores mueran, volveremos a casa.
Ehro había asentido, sabiendo por experiencia propia que aquel mundo no era un ambiente en el que los erinddis pudieran vivir plenamente.
—Espero, entonces, que vuestros viajes sean fructíferos.
Pasaron el resto de la tarde de un lado a otro. Vieron exposiciones, escucharon a gente cantar en las calles y tomaron chocolate con churros. Ehro estaba sorprendido de lo bien que se lo estaba pasando y fue consciente de la falta que le había hecho desconectar.
Entonces, cuando se disponían a volver al hotel, distinguió una melena de color rosa por el rabillo del ojo.
«Seguro que no es nada», se dijo. «Pero, ¿y si fuera un sonttano y le pierdo la vista por haber estado divirtiéndome con esta familia?».
Sin perder un instante, les informó de su descubrimiento y salió corriendo en la dirección donde había visto al posible erinddi. La familia le esperaría en el hotel y, si aquello resultaba no ser nada, Ehro volvería con ellos a tiempo para la cena. Pero necesitaba asegurarse.
Recorrió las calles, persiguiendo a aquella figura que caminaba con determinación y ondeaba una melena rosa sin ningún disimulo entre aquellos humanos. La siguió al interior de un establecimiento grande, en medio de las calles más concurridas, y subió las escaleras mecánicas a varios peldaños de donde ella se había parado.
Era una tienda que vendía libros, así que fingió ojear uno de ellos mientras le escrutaba, atento a cualquier signo que revelara que aquella mujer era sonttana.
La chica levantó varios tomos, sin ser consciente de que la observaban, y entonces alguien saltó tras ella y tiró de su pelo… Dejando al descubierto una melena rubia debajo. La chica abrazó a su amigo y le pidió que le devolviera su peluca, insistiendo en que no quería que la estropeara. «Creí que era su pelo…».
Sin fiarse del todo, sabiendo que su instinto le había llevado a aquella tienda por algo, Ehro se acercó a donde se encontraba la pareja para ver el título del libro que ella tenía en las manos. Se paró junto a ellos, cogió otro para disimular, y deslizó un velo de energía sobre el libro que la chica sostenía, cambiando el título por otro y añadiendo el símbolo heliano al lado.
Un heliano sabría reconocer ese símbolo nada más verlo y, si fuera sonttano, la presencia de un enemigo cerca. Ehro solo tendría unos segundos antes de que huyera del lugar o empezara a buscar al responsable del cambio, pero serían suficientes para desenmascararle.
Cuando ella devolvió la mirada a su ejemplar, se quedó quieta un momento y se frotó los ojos.
—Ay, me he confundido —murmuró, depositando el libro en la estantería de nuevo—. ¡Todo por haberme distraído! —Se carcajeó, reprendiendo a su amigo—. Ahora te toca ayudarme a buscar el libro que quería.
Siendo consciente de su error, Ehro colocó el libro que había cogido en un hueco libre y dio un paso atrás para marcharse. No vio que otra persona se acercaba desde su espalda hasta que se chocó con ella, y se apresuró a disculparse y marcharse de aquel sitio.
No sabía si aquella confusión se había debido al cansancio que parecía que arrastraba desde hacía semanas o a que se había relajado aquella tarde, pero ahora no tenía sentido pensar en aquello. Había estado convencido de que había un erinddi en aquel sitio, pero su mente le había jugado una mala pasada.
Lo único que le quedaba era volver al hotel con la encantadora familia que le había acogido y pasar los dos días restantes de sus «vacaciones» intentando relajarse.
Porque si algo tenía claro ahora era que no pensaba volver a parar hasta que encontrara a la niña desaparecida.

 

En esa misma tienda

Neesha se frotó el hombro en el lugar donde se había chocado con aquel chico. En su intento por acercarse a la estantería sin molestar a nadie, aquel desconocido no la había visto y se había chocado con ella sin querer. «Al menos se ha disculpado», pensó, mirando de reojo el lugar por el que había visto desaparecer las rastas negras del joven.
Con una mueca, volvió a concentrarse en lo que había ido a buscar. Hacía años que ella misma se encargaba de sus regalos de Navidad y de paso le compraba algo a su padre. Él nunca había parecido interesado en aquellas fiestas y, aunque de pequeña siempre había recibido un detallito en esos días, todo había cambiado cuando Neesha se hizo más mayor. Aunque eso también le había dado la libertad de pedirle ir a coger su propio regalo y asegurarse de recibir lo que quería.
Y eso era precisamente lo que estaba haciendo ahora. Revisó la estantería, en busca del siguiente volumen de la saga que estaba leyendo, pero no lo encontró colocado donde estaban los otros libros de la autora. Temiendo que se hubiera agotado, chasqueó la lengua y revisó toda la estantería hasta que lo encontró. No estaba donde se suponía que debería estar, y era el único libro de toda aquella sección que parecía fuera de su sitio.
Encogiéndose de hombros, lo cogió y se dirigió a buscar a su padre.
—¿Lo tienes? —preguntó el hombre, que ojeaba un estante de libros de misterio.
—Me ha costado un poco, pero aquí está.
—Muy bien. —Thruden se giró para mirarla y le puso dos libros en las manos—. Estos para mí. Toma el dinero y ve a pagar. Yo te espero en la salida.
Neesha siguió con la mirada a su padre, que parecía aburrido de estar allí dentro, y se colocó en la fila que daba a las cajas. Había tanta gente delante de ella que supo que aquella espera sería larga, y más estando sola, así que se dio el capricho de empezar la lectura de su nueva adquisición un poco antes de la cuenta. Al fin y al cabo, siempre se había sentido como en casa dentro de un libro.